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Interviews

Pensando con Vik: Fragmentos de un diálogo

2015
por Diana B. Wechsler

Acodado en la mesa, sostiene su mirada perdida como si buscara encontrar en algún sitio el horizonte abandonado. Melancólico y solitario, aparece sentado delante de la foto-mural de archivo en la que, por contrastes de luz, se describe una sala poblada por mesas vacías que se leen como potentes líneas transversales que ritman el espacio a la vez que lo construyen. La silueta solitaria de un hombre irrumpe allí con su inquietante presencia. La foto, en un juego de semejanzas, reúne dos momentos: el del tiempo histórico que ancla el edificio del Hotel de Inmigrantes en sus funciones de origen y el del presente, ligado a la promoción del arte y la cultura. Vik se sienta en la recepción del Muntref, se pone en la piel del inmigrante de principios del siglo XX, actúa, recrea y se produce esta imagen.

Habíamos conversado acerca de las singularidades de este espacio; sin embargo, el acceso lo desconcierta un poco. Vik acababa de aterrizar pocas horas antes de un largo vuelo, quizás fuera por eso o tal vez por el emplazamiento de Muntref-Centro de Arte Contemporáneo para acceder al cual hay que atravesar, como en los aeropuertos, varias fronteras: la avenida que conecta con el resto de la ciudad, el portal del Apostadero Naval, la calle del inmigrante, el portón de hierro que representaba, en tiempos de la inmigración masiva, la puerta de ingreso a la Argentina. Allí, como si se llegara a una pequeña ciudad, un parque atravesado por dos calles principales en cruz está rodeado de varios edificios de mediano tamaño que describen un perímetro que recorta el predio de la Dirección de Migraciones del resto de la trama urbana y ordena la propia. Del otro lado del parque: el gran pabellón de 90 metros de largo y 30 de ancho que hace frente al Río de la Plata con una de sus caras y a la ciudad, con la otra.

Espacio bisagra, hoy como ayer, el Hotel de Inmigrantes alberga aún, en una parte de la planta baja, oficinas de atención a los migrantes; en las dos siguientes, archivos y en la tercera, el Museo de la Inmigración y el Centro de Arte Contemporáneo.

Como cuando se llega a un nuevo destino, el espacio del Centro de Arte se va revelando paso a paso y, a la vez, se va connotando con ese tránsito. Esta peculiar convivencia entre funciones administrativas, que regulan los movimientos de las personas entre territorios, y funciones culturales, que invitan a transitar el mundo a través de lo simbólico, hace que para un artista como Vik, migrante continuo tanto en sus itinerancias tras exposiciones y workshops como en sus exploraciones artísticas, este espacio de exhibición resulte especialmente estimulante.

Para esta exposición, Vik preparó Buenos Aires, que se integra a la serie Postales de ningún lugar, de la que participan también Río de Janeiro, París y Roma. Innumerable cantidad de fragmentos de fotos y postales, que en origen retratan otros sitios, construyen una de las imágenes típicas de Buenos Aires: la perspectiva de la Avenida 9 de Julio con el Obelisco. La tarjeta característica de nuestra ciudad se identifica rápidamente en el primer golpe de vista y se des-identifica con igual velocidad en el momento en el que vemos en detalle. Por ejemplo, la variedad de celestes del cielo está atravesada por palabras como “carte”, “card”, “address only”, “greettings”, “vista panorámica”, “the world”, “calle San…” en diversos tamaños y tipografías. Los bloques de edificios integrados por fachadas que rematan en cúpulas, agujas o terrazas que flanquean la avenida son en verdad citas en imágenes de otras ciudades que juegan, en la superficie vibrante de recortes, una tensión irresoluble entre localización y deslocalización al hacer de esta ciudad muchas otras.

Vik es un fotógrafo que se pregunta por la fotografía, sus condiciones de producción y de lectura. Su propuesta estética trabaja en la tensión entre proceso y obra. Expone ante el espectador fotografías que sean el punto de partida de una narrativa que le permita recuperar diferentes dimensiones presentes en esa imagen. En este sentido, la imagen de Buenos Aires en la que condensa tantas experiencias de lectura como el observador sea capaz de desarrollar según su capital cultural, o el juego espontáneo que planteó al actuar y posar como inmigrante ante la foto documental del comedor, se ofrece como un indicio más para entrar en su modo de trabajo en el que se define, pensando en términos de cultura visual, como intermediario.

La visita y el proceso de realización de esta exposición llevaron a un intercambio del que estos tramos de entrevista que aquí se transcriben podrán dan cuenta y permitirán, en el diálogo, un acercamiento a su universo de ideas.

Diana B. Wechsler: ¿Por qué la fotografía? O mejor dicho, quizás, ¿cómo llegas al desarrollo de este tipo de “fotografía expandida” (en referencia al tipo de tratamiento totalmente alternativo que haces de ella)?


Vik Muniz: La fotografía es la última forma tangible de mediación entre la mente y todo aquello que yace más allá del alcance inmediato de nuestros sentidos. Constituye una idea materializada, muy efímera, absolutamente dinámica y eficiente, si bien es un objeto o algo situado allí, en el umbral que separa un objeto de una idea. Todo esto configura un terreno muy interesante y fértil para la reflexión del artista. Supongo que yo llegué a él por un sentimiento de ajenidad, por no concebir un trabajo realizado exclusivamente a partir de mi capacidad para comprender y manipular materiales y por no considerarme tampoco un artista puramente conceptual. La fotografía me permite desarrollar conceptos a partir de procesos empírico-prácticos en una suerte de modalidad científica. Nunca confié en ideas sustentadas solamente en el pensamiento y nunca vacilé en ponerlas a prueba por medio de los filtros primitivos del trabajo y la intuición.

DW: En varias entrevistas has hablado a partir del concepto de “cultura visual” pensándola como “uno de los mayores retos de este siglo”. El reto –o uno de ellos– refiere a esta era de la “googleización” en la cual la imagen está quizás más disponible que nunca en la historia. En ese sentido, sería interesante que comentaras los procesos de selección y re-apropiación que haces de ellas y las formas en que desde tus estrategias con las imágenes logras develar ciertos aspectos de su opacidad y, a la vez, operar con sus ambigüedades y desde ellas.

VM: Pude reconocer el momento en el que mi generación invertía la tendencia del consumo a la producción de cultura autorreferencial cuando comencé a advertir referencias a la televisión y al cine en el arte de las galerías y los museos. Cuando vi la película Stills de Cindy Sherman en los ochenta, nadie tuvo que explicarme nada. Pertenezco a la primera generación de artistas que pasó toda su vida bajo el influjo de la televisión. De alguna manera, siempre me interesó la forma en que los medios visuales electrónicos han recodificado sistemáticamente nuestra relación con el mundo. La exposición excesiva a las imágenes fortalece nuestras creencias a través de la acumulación de referencias y satisface nuestro deseo de percibir el mundo como un rico entramado de significados. A pesar de que los simulacros han expandido exponencialmente nuestra experiencia, hemos desarrollado una relación simbólica cada vez mayor con el mundo en el que vivimos. La tecnología le permitió a nuestra cultura trascender su estadio del espejo. Ya no nos interesamos en la mimesis, en vernos a nosotros mismos. Ahora deseamos transformarnos en aquello que queremos ver. La versatilidad de la imagen digital trajo aparejado un marcado desinterés por el documento visual. Cuanto más puede manipularse una imagen para “significar” algo de acuerdo con la intención de su realizador, más débil es su vínculo con la realidad o la historia. Vivir en un mundo sin referencias visuales tangibles capaces de conectar símbolos en forma convencional con un sentido general de la realidad será una tarea muy dificultosa para nuestra cultura, porque no existe historia que pueda desarrollarse en base a medios que no sustenten la realidad. La imagen se ha tornado tan ubicua que hemos desarrollado la impresión fáctica de que vivimos en ella, en este inmenso bilderflut. Nuestro mundo se ha conformado dentro de una imagen de complejidad holográfica, pero imagen al fin. El filósofo estadounidense Nelson Goodman definió worldmaking como el resultado de la forma en que proyectamos culturalmente proposiciones arraigadas en la realidad. El arte (en el sentido más general) deviene un componente fundamental de este enfoque cognitivo del mundo. La actualización de la interfaz ritual entre la mente y el entorno (en mi caso, el de los medios) ha constituido siempre el afán de filósofos, científicos, chamanes y artistas. No veo la necesidad de un cambio en ese sentido.

DW: Siguiendo esta línea de reflexión que propones, y teniendo en cuenta que la fotografía –el soporte que eliges para hacer arte, para “hacer mundos”– forma parte de la vida cotidiana, tanto que hasta es posible afirmar, como ha señalado Amelia Jones que “ya no sabemos existir sin imaginarnos en una foto”, me gustaría que comentaras de qué forma se cruzan o entran en tensión varias de las condiciones o mandatos sociales asignados a la fotografía, como el de testimonio, elemento de conocimiento, obra de arte, etcétera. En este sentido, además, me pregunto de qué manera se redefinen en tu trabajo estas dimensiones (arte-testimonio-conocimiento) y cómo ellas se encuentran con eso que Martha Rosler pensó como “mecanismos de producción simbólica políticamente responsables”. Quizás cabría preguntarse de qué forma se vinculan en tu obra las nociones de realidad y autoridad que de manera afirmativa se le han asignado a la fotografía.

VM: Recuerdo una conversación con un amigo a finales de los ochenta en la que subrayé que la forma existente de transmisión unidireccional de los medios se estaba tornando obsoleta y que su futuro se sustentaría primordialmente en la participación y el feedback inmediato. Recuerdo que le dije que cuando eso ocurriera, todas las estructuras jerárquicas existentes colapsarían, las vidas reales de la gente desfilarían en los horarios principales, todos tendrían su propio canal de televisión y los carteles de “Ficción” y “No ficción” de las librerías y las tiendas de video pasarían a ser piezas de colección. Le comenté a este amigo que habría cada vez más documentales sobre mentiras y más películas de ficción sobre asuntos que realmente ocurrieran. Habíamos bebido bastante y nos reímos mucho con estos disparates y lo que dije irónicamente se consumó como una profecía en la década siguiente.
Para esa época, Andy Grundberg, el crítico de fotografía de The New York Times publicó el libro The Crisis of the Real (La crisis de lo real) en cuyos artículos relataba la convergencia del arte y la fotografía tradicional. Aquellos artistas que desde los setenta usaron el medio como un accesorio de su proceso creativo comenzaron a incorporarlo como el producto final. Por otra parte, varios fotógrafos destacados del mismo período gradualmente abandonaron las búsquedas formales y estéticas del medio para concentrarse en su epistemología. Percibí en esta convergencia entre el documento y el objeto de arte un espacio para trabajar. Al conciliar nociones aparentemente antagónicas, la justificación de dicho trabajo radicaba en el hecho de que reflejaba la forma en la que nuestra noción de realidad se ha transformado drásticamente desde el surgimiento de la era digital.
Mi trabajo constantemente juega con la idea de pruebas y documentos en tanto incorpora los ímpetus primarios de la fotografía como una resaca temática. Los cambios conductuales generales en relación con los nuevos medios siempre han sido para mí una seria motivación y me considero afortunado por vivir en una época en la que estos cambios son tan inquietantemente literales. Eso me permite comentarlos a medida que ocurren así como dialogar sobre ellos con mis contemporáneos. Estamos definiendo la realidad en una forma comparable a la del comienzo de la era industrial, cuando los medios de transporte, la fotografía y la difusión de medios impresos revelaban un mundo más allá de la inmediatez de nuestros sentidos. El voraz apetito inicial de los medios por consumir los misterios del mundo, reseñar, documentar y archivar todos sus hechos y procesos creó una imagen de un mundo-objeto finito, inerte y resuelto que ahora debe ser puesto nuevamente en movimiento por los mismos procesos que intentaron congelarlo. Así como la retórica invade la documentación, los modelos sobreestetizados de la realidad ejercen influencia sobre un mundo que ahora intenta conformar una realidad que puede construir a voluntad, desde la inmigración al fanatismo religioso, la pornografía, la cirugía plástica, la bulimia, e infinidad de otras aberraciones de la mente contemporánea en su interfaz con una imagen del mundo que puede moldearse como lenguaje. Estos son signos tempranos de las cosas que vendrán. Todos tendremos que vérnoslas con ellas. La creación artística es, para mí, la búsqueda de la cordura.

DW: Por otra parte, reflexionando sobre tu práctica artística en una entrevista con Joan Fontcuberta, señalaste: “Soy más bien un intermediario, alguien que intenta unir cosas, partes que no encajan y logra que la gente venga y vea lo que no funciona”. ¿Es en ese desafío a la mirada del público quizás donde se encuentra tu gesto político? (me refiero a político en el sentido amplio de la política de las imágenes, como lo plantea Rancière, por ejemplo).

VM: Siempre consideré que la dictadura militar brasileña fue un elemento clave en mi formación artística. De no haber existido, no habría tomado conciencia de la elasticidad del lenguaje, de la necesidad de las metáforas, de la falta de confiabilidad de la interpretación; no me habría tornado tan escéptico y desconfiado respecto a la información al extremo de la obsesión; no habría desentrañado los medios cada mañana al leer el diario o a la noche cuando miraba Jornal Nacional. La verdad es que mi generación estaba cansada de la arrogancia de los militares y de los gruñidos quejosos de la oposición. En el Brasil de los setenta, si tenías ambiciones intelectuales, tenías que ser comunista o un diletante cobarde. Yo ya había leído una copia prohibida de El Capital que me prestó un profesor y sentía una gran admiración por Marx, por su creatividad, a la altura de Verne, Stevenson o Swift. Me divertía imaginando una protesta de liliputienses que exigían cosas pequeñas. De mis padres había aprendido a ser una buena persona y no creía que ningún extraño pudiera enseñarme nada mejor. Siempre odié las ideologías cerradas y en esa época encontré alivio en búsquedas intelectuales no convencionales tales como la literatura y el teatro alternativo. Digo alternativo porque no era ni Shakespeare ni de protesta. Me encontraba sin saberlo en el epicentro de lo que se dio en llamar el movimiento Besteirol. Bandas como Blitz o Gang 90 y compañías teatrales como Asdrúbal Trouxe o Trombone y Manhas e Manias producían un arte mundano y poético sin las limitaciones de la sátira política o la protesta. Estas performances de tipo circense concentraban su interés en la mecánica de la representación como tratando de conectarse a una fresca subjetividad por medio del proceso. Por ejemplo, la deconstrucción del espacio escénico en la película Dogville de Lars Von Trier era algo que Asdrúbal ya había hecho en los setenta. Ponían una hilera de baldes azules sobre el escenario y eso se convertía inmediatamente en un río, lo cual exigía tanta imaginación de parte de los espectadores como de los artistas. El hecho de que los artistas convocaran a la imaginación de su público a un encuentro a mitad de camino hizo que todos tomaran conciencia de la posibilidad de una comunicación productiva no jerárquica, un arte que se evidenciaba más como diálogo que como sermón, algo que la gente necesitaba sentir en ese momento. Mi acercamiento a esos grupos me permitió comprender una forma diferente de compromiso político, un compromiso que podía generar nuevos ideales en lugar de defender los existentes. Pienso que el arte es político en tanto opera dentro de la interfaz entre la mente y la materia y actualiza y revela nuestros medios para describir y, por consiguiente, imaginar el mundo a nuestro alrededor. El arte es político en la medida en que expone los mecanismos que engendran nuestros deseos e intenciones. Pero el arte no es político si se basa en una única perspectiva política, no es arte, es simplemente política. El arte no comienza con opiniones, sino con la observación y la curiosidad. Lo político en mi arte puede o no ocurrir según quién esté delante, siempre hay una interacción, un diálogo. Mi arte no conlleva mensajes específicos o ideas a priori, no termina al salir del estudio, ocurre precisamente allí donde la mirada se encuentra con la imagen y las preguntas comienzan a fluir. Cualquier cosa, cualquier imagen o forma que lleve a alguien a hacerse preguntas puede considerarse un recurso político positivo.